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El arte de Alicia Leyva
Pocas veces el impulso del arte revela su inspiración, como descubrió Walter Pater, hacia la música, que es forma pura. Porque a veces la palabra es una luz, una sensación, una melodiosa revelación. A veces la danza es la culminación de un íntimo poema, de una luminosa escultura, de un color que se transforma en sí mismo hasta que logra oírse como el eco de todo lo que hemos amado, o buscado, o perdido, o creído tocar. A veces la música vuelve de su forma pura como otra sonora y armoniosa gama de colores y de pensamientos. Las acuarelas de Alicia Leyva revelan esta virtud, esta armonía: el silencio y la verdad y la luz melodiosa que sólo a través del gran arte pueden ser nuestros, pueden regresar a nosotros, como esferas eternas que nuestros pasos buscan, a las que aspiran, para reposar la carne mortal en una materia luminosa e intacta, siempre diáfana, que ama y sueña, que despierta y se entrega a su exaltación misma. En las acuarelas de Alicia Leyva trasciende una música desde la quietud de sus paisajes, de sus contornos. Una música brota desde su sabia, serena composición. Es primero un silencio, un instante de profunda realidad que aflora suavemente desde el interior de las cosas. Ahí está el silencio, el movimiento a punto de reanudarse. Es el silencio en que la palabra destaca su cuerpo sonoro. La pausa en que el movimiento de danza se detiene para precisar su fuerza y su cauda de vida. La pausa en que la música queda suspendida como un instante de asombro ante el mundo. Así, con intervalos que enriquecen, las acuarelas de Alicia Leyva son poesía, danza y música. Pero también son, primordialmente, color, dimensiones, atmósferas, contornos, volúmenes, espacios, texturas. Y lo que hace posible esta poética de la correspondencia, la invocación del poder creativo del agua y del color, es una mirada que ve las cosas, sí, que ve los contornos y los cuerpos y los volúmenes y las atmósferas en que todo reposa o se engrandece, si: pero que es una mirada que nace desde el interior de las cosas, desde el interior del mundo, particularmente en sus paisajes imaginarios, buscando caminos o claros en los bosques. En su silencio, en su quietud, con las acuarelas de Alicia Leyva sentimos que nos acercamos a un sitio secreto que las imágenes del mundo conservan o esconden celosamente. Desde ahí ella mira. Desde ahí nos enseña a mirar. Y esa interioridad de los paisajes, de las cosas, de las atmósferas, que parece, sutilmente, apenas tocada por el color y los trazos delicados y profundos, tiende un puente de unión con nosotros, un diáfano puente con nuestro interior mismo, con espacios y texturas que sólo una mirada capaz de ver hacia dentro puede descubrir y recuperar. En ese silencio de un largo viaje hacia el interior de las cosas y del ser, en ese instante asombroso de cada acuarela, vibra la vida, el entusiasmo nítido de una visión del mundo que descubre la pausa de la vida, la respiración de la voz y de la música, de la danza y el color, de la piedra y el muro, de la flor y el caracol, del crepúsculo y el árbol. Una vez que nos acercamos a estas acuarelas tejidas con la luz y la interioridad del mundo, podemos entender que la vida no se detiene, sino que canta otra vez, de nuevo danza, de nuevo exclama el valor de nombres e ideas, de nuevo expande la música de los colores con que la vida se detiene para vernos, para que entendamos que nos mira, para compartir esa vida secreta, interior, que nos torna más humanos, más verdaderos. Este es el arte generoso, nítido profundo, de Alicia Leyva. Carlos Montemayor |
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